Fernando Mires - EN NOMBRE DE DIOS


Homogeneidad étnica y religiosa. Son dos pilares en los cuales se están sustentando  las autócratas y futuros dictadores del mundo europeo y semieuropeo. Sobre esos pilares actúa un líder supremo, investido con todos los poderes del Estado, dueño de la prensa escrita y visual, jefes de todos los ejércitos. Razones que han llevado a no pocos publicistas a hablar de un nuevo fascismo. Aunque ahora hay que poner el acento no en el sustantivo fascismo sino en el adjetivo nuevo.
¿Qué es lo nuevo en esos regímenes?
Lo nuevo no es tan nuevo: es lo más arcaico, lo más pre-moderno, lo más basal: es la religión, o mejor dicho, una nueva alianza entre las confesiones, el nacionalismo étnico y el estado unipersonal. Cristianismo ortodoxo y eslavismo en la Rusia de Putin, cristianismo católico y etnicidad racial e idiomática en la Hungría de Orban o en la Polonia de Kaczynski, islamismo y pureza de la sangre en la Turquía de Erdogan.
¿Quién iba a pensar que la España de Franco no fue solo un atavismo sino una fuente de inspiración para las dictaduras europeas del siglo XXl? Pues hoy, en plena post-modernidad, estamos asistiendo nada menos que al renacimiento de la teoría del poder absoluto, teoría según la cual el poder no solo proviene del pueblo sino de Dios.
En cierta medida, lo que está ocurriendo en los países señalados es una la reedición invertida del proyecto totalitario del siglo XX, particularmente del representado por el nazismo y el estalinismo. 
Tanto el uno como el otro han sido definidos como laicos. Pero no es tan cierto. El laicismo de ambos totalitarismos no tuvo nada que ver con el laicismo de la Ilustración. Todo lo contrario. Hitler y Stalin intentaron suprimir a la religión establecida pero solo para sustituirla por una religión ideológica.
Esa es  justamente la diferencia entre los totalitarimos de ayer y los proyectos totalitarios del presente. Mientras los primeros intentaron transformar una ideología en religión, los segundos intentan transformar a la religión en ideología. Por un lado apelan a creencias anidadas en el pueblo patriarcal y agrario. Por otra, contraen una alianza de poder con las instituciones religiosas de sus respectivas naciones.
Alianza poderosa: las peores violaciones a los derechos humanos serán desde ahora cometidas no en nombre de una ideología o un partido sino que -como sucedió ya en los genocidios llevados a cabo por Putin en Chechenia y por Erdogan al pueblo kurdo- en nombre de Dios.
Quien lo iba a pensar. En las relaciones establecidas entre el poder secular y el religioso, los gobiernos latinoamericanos han alcanzado un formato más moderno que el de algunas naciones europeas.
Por cierto, los dictadores sudamericanos también intentaron convertir a las ideologías en religiones o usar a las iglesias para fines de poder. El peronismo fue casi una religión laica, pero terminó disgregado en múltiples sectas, adversas entre sí. Los Castro, siempre pragmáticos, pactaron con la Iglesia. Pinochet logró imitar a Franco en casi todo, pero nunca logró integrar a la Iglesia al poder. Chávez, al no contar con las instituciones eclesiásticas, estuvo a punto de crear una nueva religión terrenal, pero eso duró lo que duró su vida.
El caso del dictador Maduro es más trágico: arruinó a la pagana religión chavista y logró movilizar en contra suya a todas las confesiones del país. La suya debe ser una de la pocas dictaduras del mundo sin legitimidad ideológica ni religiosa. Dios, como se ve, no está con Maduro. De ahí la inmanente brutalidad de su dictadura. Con excepción de las criminales armas, nada lo justifica en esta tierra.